domingo, 12 de febrero de 2012

Textos Online: “Gusto por llorar”

Comentario preliminar
Además de eximio cantante, Ariel Caravaggio es escritor de historias de marineros de barcos acéfalos y espacios domésticos de infancia, donde las metas son metáforas que encierran futuro y la perspectiva, siempre presente, de que la vida se resuelve convirtiéndose en hombre hormiga. 



Por Ariel Caravaggio

Las piernitas rollizas se tensan. Pesan, así como pesan los brazos, la cabeza, y las puntas de los dedos de cada pie toleran un dolor sólo comparable con el de un marinero enamorado. Pero se aguanta, el chiquitín.
  En la mesada, la Meca.
  La sartén está brillante, sí. Es de acero inoxidable, dijo la nona, pero ni siquiera sabe pronunciar i n o x i d a b l e, ni imagina que la escribirá en correos febriles, que la usará para canciones sin un gramo de talento evidenciado. Pero tampoco es tan hermosa, ni tan necesaria. Sin embargo, el niño la quiere. Y como cualquier infante, si quiere, necesita.
  Pero no hace berrinches. No llora ni patalea, porque es un pequeño maduro, o eso dice también la nona. Claro que la madurez no existe a los cuatro años, ni a los 48. La sabiduría completa no llega hasta los minutos que preceden la muerte. En algunos casos, ni siquiera.
  Se estira de nuevo, esta vez dejando escapar un suspirito de esfuerzo, ah, el corazón delator de Poe. El niño oye a su madre, adivina el cuerpo rozagante de una nueva madre haciendo rechinar los resortes de la cama.
  Se apura.

  Da una especie de saltito que apenas le sirve para arañar el mango de la sartén. ¡Estuvo tan cerca! Llegó a sentir el plástico, a notar la densidad del acero a centímetros, el sabor dulce del metal y el peso que bien podría matarlo si lo golpeara desde esa altura (pensar que Mati, el descomunal gato gris de la otra abuela, salta tan cerca del techo, en un solo movimiento llega hasta la medianera de Ramón, y eso que es gordo, es un gato que con sólo una mirada deja saber que puede conseguir todo lo que quiera, como ciertas mujeres).
  Los pasos de la madre se acercan en el pasillo. Queda poco tiempo. Da un nuevo salto, pero está muy cansado, el chiquilín, y es tan bajito, tan débil. Y sin embargo sigue queriendo tener la sartén, acariciar la luz fría, jugar acaso, probablemente dejarla al rato. No quiere lo que alcanza, quiere lo que quiere.
  La madre ya está en la cocina, el esfuerzo da lugar a la resignación, que está siempre mezclada con odio y llanto.
  Naturalmente, la señora no entiende la complejidad de la faena ni el orgullo de la Misión Imposible I. Se acerca a la mesada, tan fácil, tan mundanamente, un verdadero insulto. Ni siquiera se esmera cuando sujeta la sartén con cuatro dedos de la mano derecha y se la alcanza al niño, abatido él.
  —Acá tenés, Pablito —se la da, y desata el huracán.

  La progresión de escenas que siguen es en cámara rápida. Y furiosa.

  Pablito tira la sartén estrepitosamente sobre la cerámica.
  Empuja con la valentía de Teseo la silla más cercana, hasta que la ubica junto a la mesada.
  Levanta, voluntarioso, la sartén, y escala el tapiz del asiento sin soltarla.
  Ahora más cerca de la mesada, ante la inspección de su madre, vuelve a poner la sartén donde estaba.
  Se baja.
  Retira la silla.
  Se seca las lágrimas y, con un movimiento destartalado, nada acrobático, logra hacerse del preciado trofeo. Por sus propios medios.
  La madre gritó, asustada, ni tiempo le dio el crío. El reto no le importó al niño, ni la advertencia con sesgo de amenaza te-podrías-haber-lastimado.

  ¿Es que el camino más largo es el más laureado? ¿O nos gusta lo complicado, nomás? Andá a saber, Pablito.

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